la revolución en la escuela

La revolución en la escuela

Pie de foto: Clase de gimnasia en el Institu- Escola de Barcelona (1932) Archivo de la Generalitat de Catalunya

En lugar de ‘la república de los intelectuales’ hubiera sido más acertado apodar a la Segunda República como la de los maestros y las maestras, pues fueron estos los que vertebraron los grandes avances de la época.

En nuestro imaginario colectivo la figura de don Gerardo, el protagonista de ‘La lengua de las mariposas’ —impresionante Fernando Fernán Gómez— , permanece como el arquetipo del maestro republicano, sabio, escéptico, pero que no pierde la ilusión de cambiar la sociedad mediante una educación capaz de formar alumnos críticos.

Los maestros republicanos se convierten así en el símbolo de una república que, aunque se ha conocido como ‘la república de los intelectuales’ por el inicial apoyo que le proporcionó la élite de la intelectualidad, nos induce a pensar que sería más correcto calificarla como ‘la república de los maestros’, por la importancia que el régimen democrático otorgó a la educación, y, en particular, al Magisterio.

Es innegable que la educación es uno de los pilares del nuevo sistema. La necesidad de creación de un Estado docente, que garantice una escuela pública, basada en la independencia entre Iglesia y Estado, que facilite el acceso a la educación, en igualdad de condiciones a todos los sectores de la población, con el único criterio selectivo de las capacidades y aptitudes de cada persona, se revela como imprescindible para sostener al régimen democrático y avanzar en la construcción de la modernidad. Para configurarlo en la realidad, se redacta una Constitución que otorga una gran relevancia a la educación. En ella se establece la laicidad de la enseñanza, la obligatoriedad y gratuidad de la escuela básica, organizada según el principio de la escuela unificada; se introduce el trabajo como eje de su actividad, y se define como su ideal el de la solidaridad humana (artículo 48). Unos principios que responden tanto a las propuestas de la Institución Libre de Enseñanza, como a las del movimiento obrero, especialmente las de la escuela única/unificada de Luzuriaga y la de la tolerancia de Rodolfo Llopis, quien critica de la Rusia soviética el lema “hay que apoderarse del alma del niño” y propone su sustitución por “hay que respetar el alma del niño”, directriz que implica que no exista ninguna imposición, ni política ni religiosa.

Ideales pedagógicos y directrices educativas que se concretan en un lema tan sencillo como efectivo: “más escuelas y mejores maestros”, acuñado por el ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, Marcelino Domingo (del partido Izquierda Republicana) y por Rodolfo Llopis (PSOE), director general de primera enseñanza. Los dos son maestros, conocen las dificultades económicas, las deficientes infraestructuras, la falta de material didáctico. Llopis, además, es profesor de la Normal de Cuenca, maestro de maestros, lo que le permite diseccionar con precisión las carencias del plan de formación del profesorado vigente.

Este conocimiento directo de la realidad educativa les ayuda a diseñar, de manera inmediata, un plan que se pone en funcionamiento durante los ocho meses en los que el tándem Domingo-Llopis trabajan juntos y que se prolonga en el ministerio de Fernando de los Ríos. Un plan que, como diría Llopis, intenta conseguir la “revolución en la escuela”.

Una revolución ciertamente pacífica que comienza por crear escuelas y “sembrarlas a voleo” por toda España. Con un presupuesto reducido se aprueba un plan de creación y construcción de edificios escolares para paliar su histórico déficit; y se completa la acción social de la escuela con cantinas (comedores escolares) a los que acuden todos los niños y niñas, sin distinción por razones económicas o sociales, convirtiendo el momento de la comida en educativo; y con colonias escolares, que les permiten, en verano, acudir a disfrutar del aire puro, del mar o la montaña, al tiempo que se realizan actividades de carácter lúdico, deportivo y cultural.

Pero la escuela no es nada sin maestros, buenos maestros. Ellos son el alma de la escuela. Podemos crear y edificar escuelas magnificas, pero si falla el maestro no conseguimos nada. Marcelino Domingo afirma que “no pretende solamente levantar las paredes de una escuela: aspira a dar a la Escuela un alma. Con esta reforma, que es a la vez social, cultural y económica, la República tiene la convicción de formar, independizar, sostener y fortalecer el alma del maestro, con el fin de que sea el alma de la escuela”.

Y en una escuela por primera vez laica, se impone la idea del ‘alma’ para expresar la necesidad de unos docentes que se comprometan con la renovación de la escuela y de la sociedad, que sean profesionales dignos y entusiastas, que le pongan pasión a la enseñanza, lo mismo que les pedía el gran maestro Manuel Bartolomé Cossío.

Se exige vocación y entrega y se les ofrece dignificar la profesión. Por una parte, un sueldo que se traduce en 4.000 pesetas anuales en un país en el que el salario medio de un obrero es de 1.500; por otra, equiparar los estudios de Magisterio a los universitarios, acabar con el injusto sistema de oposiciones al funcionariado y garantizar la formación continua de los que ya están ejerciendo.

Hay que diseñar y poner en práctica un proyecto de formación del Magisterio que, de manera simultánea y entrelazada, proporcione respuesta adecuada a sus necesidades en los diferentes momentos: inicial, continuo y de acceso al funcionariado. Un planteamiento global novedoso, porque se acostumbra, aún hoy, a reformar alguno de ellos, de manera independiente, pero no se incide en la complementariedad y necesidad de una visión con-junta del oficio de maestro.

La reforma se convierte, de inmediato, en revolucionaria.

Sin oposiciones

En la formación inicial se unifican las Normales, masculina y femenina, con claustro mixto, bajo la dirección de un Director o Directora, correspondiendo dicho cargo al profesor o profesora de mayor antigüedad. Es la primera vez que las mujeres pueden y de hecho van a dirigir a los hombres, que se reconoce su autoridad, un tema que se mostrará conflictivo. Casi tanto como el de la convivencia de alumnos y alumnas en un único centro, aspecto denunciado como inmoral por los sectores más tradicionales en sucesivas campañas de prensa.

Se implanta el plan de estudios conocido como Plan Profesional repleto de novedades. Por primera vez se exigen idénticos requisitos que para ingresar en la Universidad: bachillerato superior y dieciséis años cumplidos. Además, hay que superar una dura prueba de acceso con numerus clausus y, después, aprobar tres cursos de metodologías o didácticas (enseñar a enseñar) tras los que se realiza una prueba de conjunto en la misma Normal. A continuación se realiza un año entero de prácticas, al frente de un aula, pagadas en condición de alumno-maestro, y supervisadas por la inspección educativa. Finalizadas de manera satisfactoria, se accede al funcionariado. Sin oposiciones ni ninguna prueba adicional.

Tres datos: desde 1939, cuando se deroga este plan, hasta 1967, el acceso es con 14 años y no se vuelve a exigir el bachillerato superior; hasta 2009 no se recupera la carrera de cuatro años, al implantarse el grado siguiendo los preceptos de Bolonia; y las oposiciones son, sin interrupción, desde 1939 hasta la actualidad, el mecanismo de selección para alcanzar el estatus de funcionario.

El maestro no pega

El idealismo de los políticos republicanos se nos muestra cuando piensan que todo el profesorado puede ser reeducado en los nuevos principios y no se sanciona a nadie, ni siquiera a los más comprometidos con la dictadura primorriverista. ¿Acierto o error? ¿Habría sido conveniente y necesario apartar a los elementos más reaccionarios que intentarán de manera reiterada el boicot activo y pasivo a los nuevos preceptos constitucionales? Desde su coherencia en la confianza de la educación como reformadora social, optan por intentar convencerlos de la bondad de sus medidas, actualizando el Magisterio en activo mediante una red de propuestas innovadoras de formación continua, que se traducen en la creación de los Centros de Colaboración, las Semanas Pedagógicas y, en Cataluña, la recuperación de las Escoles d’estiu.

Los Centros de colaboración implican al magisterio en su propia formación de manera participativa, activa, motivadora y lúdica. Se acompañan las reuniones de trabajo con excursiones y visitas culturales, en un intercambio de experiencias y materiales que facilita su cohesión profesional al mismo tiempo que se forman metodológicamente. Igual ocurre en las Semanas Pedagógicas, en las que se invita a participar a normalistas, inspectores y maestros quienes relatan sus experiencias prácticas. Un intercambio fructífero, una revalorización del día a día de la escuela.

Las criticadas oposiciones son sustituidas por los Cursillos de selección, tres meses en los que maestros y maestras que desean acceder al funcionariado asisten a una serie de actividades formativas y selectivas, de manera que quienes no las superan, han recibido, como mínimo, una actualización metodológica, cultural y práctica en las corrientes de renovación pedagógica vigentes en el momento.

Con estas actuaciones se va configurando un modelo de maestro, innovador en sus formas y prácticas educativas. Se intenta que la escuela sea un lugar de convivencia, de tolerancia y respeto. “El maestro no pega” es una afirmación recurrente en los niños que tuvieron maestros republicanos. Se trata de utilizar la pedagogía de convencer, frente a la punitiva del castigo físico, desterrándose varas y punteros que se habían convertido en instrumentos de castigo. Una escuela en la que los propios alumnos aprueban sus normas disciplinarias y las obligan a cumplir en un ejercicio de democracia que los acerca al ideal de Dewey de que la democracia no se aprende, se practica.

Porque la apuesta desde el gobierno por la renovación pedagógica es una de las marcas distintivas de su programa educativo, aunque no existe un modelo pedagógico único, propio, distintivo, de la II República, que se caracteriza precisamente por la diversidad, el respeto a la elección de cada docente.

Así, se permiten, divulgan y fomentan diversas técnicas y discursos pedagógicos, sobre todo los encuadrados en el movimiento de la Escuela Nueva, que habían iniciado su andadura a principios de siglo y que ahora se propagan bajo el paraguas protector del Gobierno. Ciertamente ‘se abrieron mil flores’ y Montessori se hace presente en las aulas de párvulos; se configuran aulas y escuelas democráticas, siguiendo a Dewey, se diseñan centros de interés según Decroly, se conoce el aprendizaje funcional de Claparede y, de manera especial en las escuelas rurales, se difunden las técnicas Freinet, el autor que defiende la pedagogía popular y el arraigo de la escuela en el medio natural y social y que resumen, no casualmente, los principios constitucionales de actividad, solidaridad, trabajo, libertad y cooperación.

Máquinas de coser y de escribir

Formar ciudadanos y ciudadanas se convierte así en un imperativo moral para los políticos republicanos, imprescindible para conformar una sociedad democrática. Y dentro del colectivo del Magisterio destacan las maestras republicanas, que encarnan, dentro y fuera de la escuela, en especial en las zonas rurales, el nuevo modelo de ciudadanas modernas. Son mujeres independientes económicamente, con poder de decisión sobre su vida afectiva, con una profesión, que no necesitan obligatoriamente el matrimonio para sobrevivir. 

Ellas introducen en las escuelas las máquinas de coser y de escribir, como propone Leonor Serrano, para impartir una formación profesional y doméstica. E, implicadas en la renovación pedagógica, lo hacen de manera científica, práctica, experimental, siguiendo a Rosa Sensat. Les enseñan a cuidar el cuerpo, practican actividades higiénicas, paseos, ejercicios gimnásticos al aire libre y, sobre todo, compaginan ética y estética, practicando un doble compromiso pedagógico y social. 

En el documental ‘Las maestras de la República’ de Pilar Pérez Solano, se pueden ver estas maestras con su imagen moderna, sus cabellos y faldas cortas y su sonrisa, porque intentan trasmitir a sus alumnas el concepto del aprendizaje atractivo, de la alegría de aprender en una escuela nueva, de la llegada de la modernidad. Maestras que son ciudadanas que votan y que se incorporan al ámbito público, que se afilian a partidos políticos y a sindicatos, que tienen una participación ciudadana activa y son concejalas, alcaldesas, diputadas en Cortes.

También se ocupan de las escuelas de adultas. Es necesario alfabetizarlas para que puedan ejercer de manera consciente el voto, para ser ciudadanas de pleno derecho. Han de aprender a leer y escribir, pero, sobre todo, a discutir, a debatir, a cuestionar. Formación de adultas y adultos que será decisiva en las zonas rurales, en las que se completa con las acciones del Patronato de Misiones Pedagógicas. 

Tiempos de guerra desharán los ideales pacifistas y tolerantes republicanos. Ante el fascismo hay que educar antifascistas y maestros y maestras se convierten en ‘milicianos de la cultura’, en el frente de batalla, en hospitales o en las aulas. 

Pero la destrucción total del modelo republicano sería consecuencia de la represión franquista, mediante depuraciones que finalizaron con sanciones de diverso grado, separación de la profesión, encarcelamientos o, como don Gerardo, la muerte.

Muerte real y simbólica. Años en azul y gris, en los que como decía Manuel Vázquez Montalbán “nada quedó de abril” porque se apagaron todas sus luces. Pero queda su ilusión y su memoria, su doble compromiso ciudadano y pedagógico, su ejemplo de, por encima de todo, ser el alma de la escuela: “Sed buenos y no más. Sed lo que he sido para vosotros: alma”, como escribe Antonio Machado en su poema ‘A Don Francisco Giner de los Ríos’.

Reportaje original Mª del Carmen Agulló Díaz de la Revista “Las luces de la Segunda República” de https://www.eldiario.es/

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