Operación “salvar el Museo del Prado”

La evacuación de la pinacoteca durante la Guerra Civil permitió proteger un patrimonio “más importante que la República o la Monarquía”

Se cumplen 80 años de la culminación del operativo que permitió librar a las mejores obras del Museo del Prado, premio ‘Princesa de Asturias’ de Comunicación y Humanidades, de arder bajo las bombas de la Guerra Civil. Gracias a la valentía y generosidad de un grupo de artistas y funcionarios de la pinacoteca nacional, los cuadros volvieron intactos a Madrid después de viajar durante tres años por Valencia, Cataluña, Francia y Ginebra.

Entre noviembre de 1936 y octubre de 1939, el Museo del Prado no estuvo en Madrid, sino de viaje por España y Europa. No el edificio de estilo neoclásico que acaba de cumplir 200 años en su ubicación habitual del paseo madrileño al que da nombre, sino sus obras más señeras, como “Las Majas” de Goya, “Las Meninas” de Velázquez, “La Crucifixión” de El Greco y otro medio millar de creaciones clave de la historia universal de la pintura, que permanecieron ocultas, y perfectamente embaladas, en distintas localizaciones de Valencia, Cataluña, Francia y Ginebra (Suiza). Ocurrió en el contexto de la Guerra Civil, una contienda que, si bien sembró de muerte y tragedia el país, permitió escribir una página particularmente emocionante y heroica -pero poco conocida por el gran público- de amor al arte.

“El Prado es más importante que la República y la Monarquía. Porque en el futuro podrá haber más repúblicas y monarquías en España, pero estas obras son insustituibles”. La frase se le asigna a Manuel Azaña, presidente de la República, pronunciada en medio de una acalorada discusión con Juan Negrín, presidente del Gobierno entre 1937 y 1939, a quien previno: “Si estos cuadros desaparecieran o se averiasen, tendría usted que pegarse un tiro”.

La gravedad de la sentencia de Azaña permite estimar la alta consideración que el Gobierno de la República tenía hacia el tesoro artístico que albergaba la pinacoteca madrileña y da sentido a la compleja operación logística que ordenó poner en marcha para librarlo de perecer bajo las bombas. En el futuro, este plan crearía escuela y sería imitado por otros museos de todo el mundo para salvar sus patrimonios en similares situaciones bélicas.

Los explosivos lanzados por la aviación fascista italiana sobre Madrid el 16 de noviembre de 1936, tres de los cuales cayeron directamente sobre los tejados del Museo del Prado, advirtieron a las autoridades republicanas del peligro que corrían las obras que albergaba la pinacoteca. Ante la imposibilidad de encontrarles en Madrid un escondite seguro, el Gobierno ordenó a la Junta del Tesoro Artístico la elaboración de un plan para salvarlas, que incluía el minucioso y seguro embalaje de las pinturas más importantes y su posterior traslado lejos del frente de guerra.

La orden fue clara: el Prado debía acompañar al Gobierno allá donde este se encontrara. Siguiendo sus pasos, en noviembre de 1936 las pinturas, perfectamente embaladas y protegidas, empezaron a ser transportadas en camionetas a Valencia junto a unas cuantas obras pertenecientes a colecciones privadas. En la capital del Turia quedaron instaladas en el Colegio del Patriarca y, sobre todo, en las Torres de Serranos, edificación medieval que tuvo que ser reforzada para proteger las pinturas de posibles ataques aéreos.

Aquel tesoro no viajaba solo. Con él iba una comitiva formada por un grupo de funcionarios y técnicos del museo, capitaneada por el pintor Timoteo Pérez, que no se separó de los Rembrandt, Goyas, Tizianos y Murillos hasta después de acabar la contienda. “España y la historia del arte tienen una deuda infinita hacia aquellas personas, ya que sin su valentía y generosidad, el Prado hoy podría no existir”, afirma Arturo Colorado Castellary, catedrático de la Universidad Complutense y director del congreso que celebró la pinacoteca en octubre para rememorar aquella operación y honrar a sus participantes.

Las peripecias que vivieron a la vera de los cuadros dan para rodar una película de aventuras bélicas. El avance de la guerra hacia el Levante obligó al Gobierno de la República a mover su sede de Valencia a Barcelona en noviembre de 1937. Cinco meses más tarde, a bordo de 36 camiones, las obras, los técnicos del Prado y sus familiares hicieron el tortuoso camino costero que separaba la capital levantina de Cataluña, con las tropas franquistas pisándoles los talones.

De hecho, al pasar por Benicarló (Castellón), una bomba destrozó el balcón de una vivienda y los cascotes se precipitaron sobre el camión que portaba “Los fusilamientos” y “La carga de los mamelucos” de Goya, que quedaron gravemente dañados. En Tortosa, un nuevo contratiempo: la caja que envolvía “Las Meninas” no cabía por el puente que cruzaba el Ebro. Apremiado, el militar republicano al mando de la expedición propuso desmontar el lienzo del bastidor y enrollarlo. “Mi madre nos contó que mi abuelo se plantó ante él y le dijo: ‘Lo hará por encima de mi cadáver’. Temía que la pintura se desprendiese de la tela si la doblaban. Al final, la camioneta cruzó por otro puente alejado de la ruta. El viaje se retrasó, pero ‘Las Meninas’ se salvaron”, cuenta Rafael Seco de Arpe, nieto de Manuel de Arpe, el restaurador que iba en la comitiva.

La precipitación de la huida les había impedido prever un lugar seguro para albergar los cuadros, por lo que, en un primer momento, tuvieron que buscarles acomodo provisional en el monasterio de Pedralbes y en dos villas de Viladrau y Sant Hilari Sacalm (Girona). Timoteo Pérez se quedó con las obras que hicieron escala en Barcelona. “Yo tenía 7 años, no entendía dónde me llevaban, pero nunca olvidaré lo mucho que me impresionó el Tibidabo la tarde que me acompañaron a conocerlo”, recuerda Carlos Pérez Chacel, hijo del pintor responsable del operativo y de la escritora Rosa Chacel, que también iba en la expedición.

Cuatro semanas más tarde, ya en abril de 1938, los cuadros fueron trasladados a los tres escondites donde pasarían los diez meses siguientes: los sótanos de los castillos de Perelada y Figueres y la mina de talco de La Vajol, situada a pocos kilómetros de la frontera con Francia. “En la cocina del castillo de Perelada, mi abuelo tuvo que improvisar un taller para restaurar los cuadros dañados en Benicarló. Sobre todo, le costó salvar ‘La carga de los mamelucos’, que había quedado partido en 18 trozos”, relata Rafael Seco de Arpe.

En suelo catalán, las obras del Prado vivieron sus momentos más trágicos. El propio Azaña, alojado también en el castillo de Perelada, escribiría que por las noches se desvelaba pensando que las bombas franquistas, con tal de acabar con su vida, pudieran destrozar también los Velázquez que dormían debajo de su dormitorio.

El inminente final de la guerra llenaba de incertidumbre el destino de aquel capital artístico, pero al final la solución iba a llegar del exterior. En ella estuvo implicado el pintor barcelonés Josep María Sert, que mantenía buenas relaciones con Franco y residía en Francia desde el estallido de la guerra. Desde allí, se encargó de organizar un comité internacional de museos para hacerse cargo de las obras al otro lado de la frontera.

En Figueres, Julio Álvarez del Vayo, en nombre de un Gobierno republicano ya en plena estampida, firmó el acuerdo con los representantes del comité museístico internacional para la entrega de los cuadros, que cruzaron a Francia entre el 4 y el 9 de febrero de 1939 en los mismos camiones en los que huían los exiliados y, en ocasiones, siendo cargados a mano por porteadores. Un tren se encargaría más tarde de transportar los lienzos desde Perpiñán a Ginebra, donde quedaron depositados al amparo de la Sociedad de Naciones hasta su regreso a España entre septiembre y octubre de 1939, seis meses después de acabar la guerra.

Entre los miembros del equipo de salvamento hubo destinos dispares. Seco de Arpe volvió con su familia a España y continuó con su labor de restaurador. Timoteo Pérez y Rosa Chacel eligieron el exilio. “En casa, mis padres nunca hablaron de este tema, era tabú”, recuerda el hijo de ambos. “Lo cierto es que esta historia debería contarse en las escuelas, porque es de las que le hacen a uno sentirse orgulloso. Sin embargo, por desgracia, pocos españoles la conocen”, se lamenta el catedrático Colorado Castellary.

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