URABAYEN, Félix

(En Política, Nº 29. Septiembre-octubre, 1998). Por José Esteban

[Ulzurrum, 1883-Madrid, 1943]

Navarro, de Ulzurrum, Félix Urabayen conoció desde niño la cara amarga de la intolerancia ideológica. Su padre, modesto guardabosques, había ayudado a las tropas liberales con sus conocimientos del terreno durante la segunda guerra carlista (1872). Ser liberal en una aldea navarra en el último tercio del siglo pasado tenía sus problemas. Quizás por ello la familia se trasladó a Pamplona, donde cursó estudios de magisterio.

Como simple maestro interino, anduvo por escuelas aldeanas en su tierra natal. Después, vino una época de oposiciones y traslados hasta que en 1911 recaló en Toledo en su Escuela Normal Superior de Maestros.

Afincó para siempre en la capital del Tajo, a la que describió en sus novelas una y otra vez, denunciando los robos y atracos a su monumental tesoro artístico, envidiado y repudiado por la buena sociedad toledana que siempre vio en él a un advenedizo.

A partir de 1925, comenzó a colaborar en el siempre admirado diario "El Sol". Fue socio del Ateneo durante la presidencia de su amigo Azaña y de esos años su amistad con Prieto, Marañón y Ortega, así como su asistencia a tertulias republicanas de la Granja del Henar y su adscripción a los grupos republicanos que se oponían a la dictadura de Primo de Rivera. En 1931 fue nombrado director de la Escuela Normal del Magisterio de Toledo.

No podemos decir que llevara una vida plácida en la clerical ciudad. Fue experto en ganarse enemistades de las reaccionarias fuerzas vivas toledanas, "hordas prehistóricas, integradas por concejales, diputados, mercaderes honestos, prestamistas abnegados y plañideras eruditas", y esta situación se vio agravada al presentarse a las elecciones de 1936, por Izquierda Republicana.

Refugiado en la Embajada mexicana en Madrid, rechazó la posibilidad que se le ofrecía de trabajar en una Universidad azteca y, como su admirado Antonio Machado, prefirió correr el destino del pueblo al que creía pertenecer.

El 12 de mayo de 1939, sin prueba alguna en su contra, fue detenido en la estación madrileña de Atocha y encerrado en la cárcel Conde de Toreno. Compartió allí celda con Miguel Hernández y Antonio Buero Vallejo.

Puesto en libertad en 1940, enfermo ya de cáncer de pulmón, se recluyó a una aldea de Navarra donde escribió su última novela, "Bajo los robles navarros", que no aparecería hasta 1965. Los últimos meses de su vida los pasó en Madrid, asistido por su amigo el doctor Marañón. Murió en 1943.

Como se ve no hay nada épico en su vida. Su temperamento no se forjó en las trincheras coloniales, como es el caso de Ciges Aparicio o Eugenio Noel; tampoco vivió la vida bohemia, ni fue alumno de sus admirados Francisco Giner o Bartolomé Cossío. Por lo general llevaba siempre boina y chalecos ostentosos que le daban aspecto raro entre dandy rural y tratante de ganado. Odiaba los viajes fuera de nuestras fronteras y solamente nos consta que una visitara París, por motivos familiares. Detestaba las Academias y a los lopillos de las tertulias de Madrid. Lo suyo fue una dedicación a la pedagogía y las oposiciones.

Urabayen queda bien al lado de Luis Bello, con el que comparte cierto gusto por la ironía, además de un talante regeneracionista y de preocupación por la escuela. Juntos recorrieron pueblos y aldeas toledanas, y también juntos publicaron sus artículos en "El Sol". Uno, Urabayen, sus "Estampas toledanas"; otro, Bello, sus crónicas sobre la grave situación de las escuelas en España. Y es curioso, que Luis Bello, escritor de oficio y periodista de beneficio, dedicara varios volúmenes a la escuela, mientras que Urabayen, que recorrió las escuelas navarras, que contribuyó decisivamente al Plan de Reforma de las Escuelas Normales, que dirigió Rodolfo Llopis, que compartió proyectos con los ideólogos de la pedagogía republicana, que vivió, en definitiva, entregado al ideario reformista derivado de su trabajo docente, apenas dedicara unas pocas líneas a las escuelas de enseñanza elemental.

Pero la realidad es que toda su obra es un acto de pedagogía literaria y sobre tofo en sus "Estampas" consiguió mostrarnos una parte de esa castilla oculta que muy pocos, de entre la generación del 98, supieron ver.

Como Julio Senador y otros regeneracionistas, Urabayen, creyó que el "regulador de la vida nacional" era Castilla, y que España no sería grande mientras Castilla siguiera viviendo en la "abyección".

Para el novelista, en Toledo conviven dos ciudades; una, dormida que alberga el pasado deslumbrante de una cultura, y otra despierta "roída por almas de gusanos". La primera es la que busca el turista intelectual, olvidándose del Toledo vivo que debe renacer de sus cenizas ilustres.

A "Toledo: Piedad", le siguieron "Toledo, la despojada" (1924) y "Don Amor volvió a Toledo" (1936), que cierra la trilogía dedicada a la ciudad del Tajo, donde vivió gran parte de su vida.

Su mejor novela, la que conserva más frescura y vigencia es "Tras de trotera, santera" (1932). Dedicada a su amigo Manuel Azaña, la novela que es una excelente crónica sobre el ambiente hostil que acompañó la llegada de la República. Narrada con artesana y morosa serenidad, en ella palpita el aliento de autor testigo de los hechos: huelgas, manifestaciones, algaradas callejeras, cargas policiales, discursos…

También dedicó Urabayen algunas de sus novelas a su Navarra natal. "El barrio maldito" (1924), "Centauros del Pirineo" (1928) y "Bajo los robles navarros" (1936) su última obra. Dedicada a Antonio Machado, "el último romántico", que se quedó en el camino, "casi desnudo como los hijos del mar", constituye su testamento literario.

Existen dos fotografías de nuestro escritor muy expresivas de sus actividades políticas. Una en un restaurante toledano, celebrando algún banquete republicano. Entre muchas caras desconocidas, reconocemos al alcalde de Madrid, don Pedro Rico. En la otra, preside la mesa durante un acto del Frente Popular en el Teatro Rojas de Toledo, en 1936. En el escenario, delante de la bandera tricolor, Azaña, de pie, resplandeciente de humanística oratoria, se dirige a un público de obreros y campesinos. Urabayen sonríe, con una sonrisa de admiración y respeto por el que fuera su amigo y al que apoyó a su paso por el Ateneo y en todas sus campañas electorales.

Como tantos otros ilustres republicanos, la obra de Urabayen ha caído en el olvido. Sin embargo, tanto algunas de sus novelas como sus "Estampas del camino" merecen una reedición.