Manuel Azaña fue un personaje multifacético de una talla intelectual pocas veces vista entre los jefes de gobierno de España. Así lo constatará quien visite la exposición que se exhibe actualmente en la Biblioteca Nacional de España o lea el catálogo correspondiente.
Jurista, estadista, escritor, orador, promotor de empresas culturales, melómano, bibliómano, e hijo predilecto de Madrid al contribuir decisivamente a sus transformaciones urbanísticas durante la Segunda República. Todas esas facetas han llamado la atención de sus biógrafos. Pero se echa en falta el estudio de una dimensión de su personalidad y de su obra política y quehacer cultural que está bien presente a lo largo de su trayectoria.
Nos referimos a su conexión con la ciencia, una actividad que modela las vidas de las sociedades, tanto en el pasado como en el presente, según constatamos en estos tiempos asolados por la pandemia causada por la COVID-19.
Azaña fue beneficiario, testigo e impulsor del renacimiento científico que experimentó la sociedad española en el primer tercio del siglo XX, auspiciado fundamentalmente por la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE). El impulso a la ciencia y a la educación se intensificó en el primer quinquenio republicano, cuestión en la que nuestro proyecto de investigación está profundizando.
Ciencia y universidad: la divisa del cambio
Azaña fue uno de los dos mil pensionados que el organismo estatal de la JAE, creado en 1907, envió al extranjero para romper el aislamiento de quienes se dedicaban al cultivo de la ciencia y la educación. Estuvo al tanto de los avances científicos de su época y, como gran lector que fue, incorporó a su obra literaria y a su acción política conocimientos procedentes de diversas ciencias sociales. Se le puede considerar un científico social, como se aprecia al leer algunas de sus obras significativas, como sus Estudios de política francesa contemporánea: la política militar, de 1919.
Mantuvo además una relación fecunda con la élite científica española. Favoreció el despliegue de sus actividades en los diversos lugares en los que tuvo influencia política. Primero, en la etapa inicial de su actividad pública, en la que fue un activo secretario del Ateneo de Madrid. Después, en su fase de madurez, como presidente del Consejo de Ministros y jefe del Estado de la Segunda República española.
Captó para sus empresas culturales, y sobre todo políticas, a un haz de destacados científicos que fueron sus estrechos colaboradores en su denodado esfuerzo por regenerar la sociedad española a través de la justicia, la libertad y la cultura. Para ello había que renovar sus estructuras científicas y educativas, impulsando la transformación de la Universidad española. Ya en 1911 había evocado en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares el aforismo de Renan “Dadme la Universidad y lo demás os lo abandono todo”.
El impacto de la pensión de la JAE
Los meses que vivió en París un treintañero Azaña –entre noviembre de 1911 y septiembre de 1912– fueron decisivos para afianzar su francofilia, de la que fue adalid en España durante la Gran Guerra. Su estancia también despertó su sensibilidad estética, al disfrutar de una cultura “afinada por los siglos”. Por último, reafirmó su convicción del papel fundamental de la Universidad en la transmisión de conocimientos científicos, al crear un público apto para debatir sobre las ideas y los problemas generales que conciernen a la ciudadanía.
Se proveyó en las aulas de la Sorbona y de otros centros franceses de un buen bagaje de conocimientos. No sólo jurídicos e historiográficos, sino también filosóficos y de otras ciencias sociales como la psicología experimental. Pudo admirar el rigor y precisión en las ideas y en la forma de exponer de los grandes filósofos franceses del momento como Bergson, cualidades que él manifestó también en sus escritos y discursos. Y en las bibliotecas hizo lecturas sobre “la decadencia científica en que se halla España desde fines del siglo XVIII”. Allí coincidió con otros pensionados que le apoyarían en sus iniciativas ulteriores para promover la cultura científica en el Estado español como Joaquín Álvarez Pastor.
La promoción de actividades científicas y educativas
Una de las características del quehacer cívico de Azaña fue su afán de ser “motor y despertador de actividades dormidas”. No ha de extrañar por tanto que alentase y apoyase a los científicos en las diversas plataformas culturales en las que intervino, antes de asumir responsabilidades en el gobierno de la nación.
Como secretario del Ateneo de Madrid, entre 1913 y 1918, donde forjó su liderazgo intelectual y político, apoyó a los científicos que organizaron diversas tareas de extensión cultural en esa institución.
Quizás la más importante fue el ciclo de conferencias que tuvo lugar entre enero y mayo de 1915, organizadas por el presidente de la Sección de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, el antropólogo Luis de Hoyos, con el que había intimado en París cuando ambos habían sido pensionados de la JAE. En ese ciclo un cualificado grupo de científicos expuso la situación de las diversas disciplinas que cultivaban y cuáles eran los problemas metodológicos con los que tenían que enfrentarse en sus investigaciones.
Revistas culturales
En las dos grandes revistas culturales que dirigió en los años veinte, La Pluma (1920-23) y España (1923-24), su equipo y él se interesaron por la obra de los más significados representantes del esplendor científico del primer tercio del siglo XX, al mismo tiempo que fijaban “la plenitud de su independencia, sin transigir con el ambiente” según el conocido lema de La Pluma.
Así, su estrecho colaborador y futuro cuñado, Cipriano Rivas Cherif, dedicó en las páginas de esta una atenta y encomiástica reseña a las Charlas de café de Cajal, el presidente de la JAE. Y en las páginas de España, allá por 1924, se llevó a cabo una cerrada y entusiasta defensa de la labor científica y cultural que se llevaba a cabo en la Residencia de Estudiantes, una de las significativas creaciones del secretario de la JAE, José Castillejo, condiscípulo de Azaña en las clases que recibieron de Giner de los Ríos años antes.
Cuando decidió auspiciar, desde la Presidencia del Gobierno en 1936, una edición de clásicos de la literatura española destinada al gran público, confió la tarea a un cualificado grupo de humanistas. Tal equipo estaba liderado por Ramón Menéndez Pidal quien, junto a sus colaboradores, como Américo Castro y Tomás Navarro Tomás, estaba renovando las ciencias humanas, como la filología, desde el Centro de Estudios Históricos, otra creación de la JAE.
Interconexión saber, arte y cultura
Tal y como manifestase en su discurso ante el cuerpo diplomático a los pocos días de haber sido proclamado jefe del Estado el 11 de mayo de 1936, Azaña creyó firmemente que “toda la actividad y progreso de los pueblos han de encarnarse ciertamente en un intercambio profundo del arte, saber y cultura”. Ese planteamiento fue secundado por un notable haz de artistas, intelectuales y científicos que le apoyaron en momentos críticos de su trayectoria política o le secundaron en sus actividades políticas y militaron en los dos partidos que organizó: Acción Republicana e Izquierda Republicana.
En ellos, el papel de científicos como el químico José Giral o el entomólogo Cándido Bolívar fue fundamental. Giral no solo fue compañero de conspiraciones antimonárquicas en la farmacia que tenía en la madrileña calle de Atocha, sino su leal amigo en el gobierno a lo largo de toda la etapa republicana.
A Cándido Bolívar, después de haber sido subsecretario de Sanidad, lo nombró secretario general de la Presidencia de la República tras ser elegido jefe del Estado. Quedó entonces admirado de sus capacidades ejecutivas pues era “un gran realizador, y en cuanto me oye una fantasía, la pone en ejecución” y fascinado por sus conocimientos dado que sabía de todo “y me explica todas las plantas y todas las piedras” cuando paseaban por los alrededores de Madrid, en la primavera de 1936.
En unas semanas se cumplirá el 90 aniversario de la proclamación de la Segunda República Española. Es una buena ocasión para volver la mirada a la interconexión entre arte, saber y cultura que alentó el estadista don Manuel Azaña en el lustro 1931-1936.
Artículo original: Leoncio López-Ocón Cabrera, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS-CSIC) y Álvaro Ribagorda, Universidad Carlos III https://theconversation.com/