Desde La Oveja Negra
La tarde del 3 de diciembre de 1980 –hace cuarenta años– en el Ateneo y el Teatro Bellas Artes de Madrid se presentaron simultáneamente un par de libros en homenaje a don Manuel Azaña Díaz (1880-1940). Tal vez fue como un guiño, una especie de despedida y cierre de los pocos actos llevados a cabo durante aquel deslucido centenario del nacimiento del intelectual y estadista que protagonizó el trágico epílogo de la Segunda República española. A lo largo de casi cuatro décadas su memoria había sido silenciada, cuando no denigrada, por los golpistas victoriosos. Desde México, a mediados de los años sesenta, Juan Marichal inició una laboriosa recuperación de sus textos, continuada más tarde por Santos Juliá. Desde entonces hasta hoy hemos estado asistiendo al esfuerzo de una lenta, y a veces controvertida, reivindicación del pensamiento y la imagen de un personaje del que a estas alturas pretenden apropiarse, sin pudor alguno, varios partidos políticos, tanto a la izquierda como a la derecha.
En el Ateneo
Josefina Carabias tuvo el valor de abandonar su pueblo de Ávila para estudiar en Madrid. Establecida en la Residencia de Señoritas que regía María de Maeztu, se licenció en Derecho en 1930. Pronto entraría a colaborar en el semanario Estampa, llegándose a convertir, junto a María Luz Morales, en una de las primeras periodistas profesionales de aquella España donde escocía bastante que un grupo minoritario de jóvenes universitarias comenzasen a destacar en espacios públicos que se creían destinados exclusivamente al señorío de los hombres. Resulta bastante significativo que una de sus entrevistas para Estampa –firmada todavía como Pepita Carabias y fechada el 18 de abril de 1931– se la realizase a Victoria Kent, recién nombrada Directora General de Prisiones. En el reportaje a doble página afirmaba rotundamente: «Ya es hora de que los gobernantes se acordaran de las mujeres, para algo más que para piropearlas». Junto a otros jóvenes capitaneados por Santos Martínez (más tarde se convertiría en el secretario personal de Azaña) comenzaron a frecuentar el Ateneo e incluso se hicieron socios para ayudar a conseguir reflotar la Docta Casa tras el paso de la nefasta Dictadura de Primo de Rivera, que se había esforzado por hacerla desaparecer, incluso encarcelando o destituyendo la legítima Junta Directiva, ahora reintegrada con los antiguos miembros: Marañón y Jiménez de Asúa entre otros. Quedaba vacante aún el puesto de Depositario; por eso se presentaron ante don Manuel para que accediera a presentar su candidatura a las elecciones. Aclara Josefina Carabias en las primeras páginas de su libro que: «Fue en el Ateneo donde arrancó la carrera política de Manuel Azaña y mi conocimiento de su personalidad que me permite hoy escribir algo sobre él, simplemente como ser humano, así como sobre los diversos aspectos, a veces contradictorios, de su modo de ser y de actuar».
La mordedura de la calumnia
En aquella tarde de invierno, cuando el año de su centenario estaba a punto de cerrarse, en el salón de actos del Ateneo con un lleno completo, se llevó a cabo la presentación de Azaña, los que le llamábamos don Manuel (Ed. Plaza&Janés). Iniciada con la lectura de uno de los primeros párrafos de la introducción de su autora: «Para quienes le conocimos y hasta le tratamos durante varios años, es un deber contar cómo era, o cómo nos parecía, aquel hombre poco común que, habiendo vivido cincuenta años en una relativa oscuridad, dentro de un círculo reducido de intelectuales, dio en solo los diez años siguientes el salto a la fama más extensa, conoció el sabor del triunfo, la mordedura de la calumnia y, finalmente, un doloroso calvario». El libro lo presentó Felipe González, por entonces líder de la oposición, con la añorada ausencia de Josefina Carabias que había muerto repentinamente el 20 de septiembre de ese mismo año, cuando su obra sobre Azaña aún estaba en máquinas. Cuarenta años después ha sido reeditada por Seix Barral. Junto a Retrato de un desconocido de Cipriano Rivas Cherif (Ed. Grijalbo, a punto de reeditarse por Reino de Cordelia) y Memorias del secretario de Azaña de Santos Martínez Saura (Ed. Planeta, edición y prólogo de Isabelo Herreros), configura una trilogía de obligada lectura para todos aquellos que estén interesados en conocer y perfilar la verdadera personalidad de uno de los personajes más despreciados y calumniados en décadas anteriores. Se trata del testimonio de tres personas que lo llegaron a conocer personalmente. La peculiar visión de una mujer en tiempos de misoginia política, la entrañable amistad de su cuñado y la cercana visión del que fuera su secretario en tiempos tan complejos y dramáticos (1935-1939).
En Montauban
Ninguno de los tres autores asistió a los últimos momentos de don Manuel Azaña en la habitación del Hotel du Midi de Montauban. Josefina se encontraba refugiada en un pueblecito cercano a Poitiers; Rivas Cherif cumpliendo condena en el Penal del Puerto de Santa María y Santos Martínez exiliado en México. Sin embargo a Josefina Carabias le relataría el fatal desenlace el pintor Paco Galicia. A Cipriano su hermana Lola en una carta que le hizo llegar al penal de El Puerto y Santos Martínez estuvo informado a través de la correspondencia que mantuvo primero con el doctor Gómez-Pallete, hasta que este puso fin a su vida, y más tarde con el testimonio de los presentes aquella noche del 3 de noviembre de 1940: Saravia, Paco Galicia y Antonio Lot. En las tres obras citadas se nos narran con sobrecogedora veracidad el fin del que fuese Presidente de la Segunda República española. Irremediablemente al leer esos textos se nos vienen a la memoria las propias palabras de Azaña: «He tratado de gobernar mi país con razones y con votos y me han respondido con calumnias y fusiles».
Le llamaba don Manuel
Mantuvo Josefina Carabias una especial amistad, a la par que admiración, hacia aquel señor mayor que un día conoció en la galería central del Ateneo y al que se atrevió a preguntarle la edad. Cincuenta años de entonces representaban para ella la ancianidad, pero además él aparentaba muchos más y no era guapo: «Era feísimo. Tal vez se exageraba aún más su fealdad porque en las fotografías quedaba peor que al natural». Sin embargo –confiesa Josefina– que su interés por Azaña partió de que le pareció un ser humano raro, muy distinto hablando con él de como se le veía desde lejos. Asegura en muchas de sus páginas que era un hombre amable, al que le gustaba reir y gastar bromas. Que hablaba siempre en tono humorístico, aunque a veces se tratase de un humor mordaz. Tal vez el interés del libro de Josefina Carabias radica en que está escrito por la sensibilidad de una mujer, con una visión muy personal. Con la amenidad que además infiere la profesión periodística. Ella siempre guardó una discreción inusual, nunca publicó alguna de ciertas confidencias ni se atrevió a entrevistarle. Siempre supo mantener una elegancia en el trato que tanto don Manuel como Lola, su mujer, supieron valorar. Esperó hasta la fecha de centenario para publicar sus recuerdos, lástima que ella no llegara a verlos impresos. A sus lectores nos ofreció una faceta desconocida del personaje. Nos cuenta con impecable agilidad la aventura de aquella inquietante noche del 13 de abril de 1931, en compañía de una amiga, Cipriano Rivas Cherif y el propio Azaña que en encuentros posteriores siempre se la recordaría como “el secuestro” ante la extrañeza de sus compañeros de profesión. Describe con aguda maestría el veraneo de los políticos en El Escorial. Destaca la belleza y la buena planta de Miguel Maura. Se cuestiona la calidad literaria de Azaña, tal vez influida por su otro gran amigo: Valle-Inclán. Muestra extrañeza por la pasión azañista hacia el personaje de Juan Valera y su literatura. Ella que menospreciaba Pepita Jiménez frente a las obras de Valle o Baroja.
Una interesante visión personal
El libro de Josefina Carabias traza una interesante visión personal de los acontecimientos y los personajes de aquella época protagonizada por don Manuel; justo hasta que se inicia la Guerra Civil, porque en 1936 Josefina huye a Francia en compañía de su marido, quien confiado tras la victoria de los golpistas, volvió del exilio, pero fue detenido y condenado a doce años de reclusión. Más tarde ella regresa a España y comienza a trabajar en el diario Informaciones, aunque de forma algo encubierta porque hasta que en 1951 consigue el premio Luca de Tena, estuvo obligada a escribir con el seudónimo de Carmen Moreno. En 1954 fue enviada como corresponsal en Washington y más tarde a París. A mediados de los años setenta mantenía una columna diaria en el periódico Ya que yo leía cada mañana en el Ideal de Granada.
Artículo original: Vicente Alberto Serrano https://lalunadealcala.com/