Texto de Chaves Nogales sobre el choque entre Azaña y su ministro Del Vayo.

Artículo inédito del periodista sevillano, uno de los 700 que Abelardo Linares, editor de Renacimiento, ha rescatado de una revista francesa.

MANUEL CHAVES NOGALES

Este artículo, titulado ‘Azaña quiere la paz en París, Del Vayo la guerra en Madrid’, apareció en el semanario francés Match el 23 de febrero de 1939 y narra un desencuentro entre Manuel Azaña, presidente de la República, y el socialista Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado, registrado unos días antes en París. Ya en el exilio, el primero apuesta por la rendición ante Franco por la inminente derrota en la Guerra Civil. El segundo, el hombre de Moscú en España según Indalecio Prieto, muestra un optimismo utópico, convencido de que la victoria todavía es posible.

El texto forma parte de la sección La semana de Match, que el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales realizó de forma anónima desde finales de noviembre de 1938 hasta junio de 1940, cuando se vio forzado a huir a Londres. La atribución procede de Abelardo Linares, editor de Renacimiento, uno de los grandes conocedores de su obra y que asegura que ha descubierto un centenar de colaboraciones del autor de ‘A sangre y fuego’ en la revista gala, hasta ahora inéditas en castellano. La traducción es de Marie-Christine del Castillo.

Página de ‘Match’ de donde se ha extraído este texto.

Miércoles 8 de febrero

Andén de la estación de Cornavin, en Ginebra. El presidente Azaña va y viene a lo largo del pasillo de este tren rápido que, de noche, va destino París y que conoce tan bien.

Durante dos días, ha recobrado fuerzas en la finca de la Prasle, esta asombrosa casa valdense que pertenece a su amigo Marcel Griaule —¡otro amigo de las asambleas de Ginebra!— en Collonge-sous-Salèves. ¡Qué paz en este pueblo suizo al dejar atrás la guerra española! Solo los juegos de su sobrino alteraban el silencio. Es en este instante de tranquilidad cuando declara a un periodista: “Yo quiero la Paz”.

23h40: el rápido de París se pierde en la noche.

Jueves 9 de febrero

París, siete de la mañana. El tren de Ginebra acaba de llegar. Ni alfombra roja, ni personalidades oficiales para recibir a este señor grueso con aire preocupado que baja del tren. Pero ¡sí! unos guardias móviles presentan armas. Les contesta con un saludo. Detrás, los soldados se interpelan:

—¿Has visto a Sarraut? No sabía que estábamos aquí por él.

Al salir de la estación, el señor Azaña duda: ¿debería hacer una declaración? Abre la boca. Pero el señor José Giral, que regresa a Madrid, se lo lleva y le quita literalmente la palabra. El coche americano arranca.

Para sus administrados, el silencio del señor presidente de la República es de oro.

Sábado 11 de febrero

Una proclamación: el señor Azaña confirma al presidente Negrín en su cargo de jefe del Gobierno, para que la resistencia siga.

Extraño comunicado, cuando se recuerda la dramática discusión que, en el subterráneo de Figueras donde se reunieron las Cortes, bajo el trueno del cañón, enfrentó al presidente de la República, partidario de la paz, con el presidente del Consejo, partidario de la guerra.

El señor Azaña sigue invisible.

Domingo 12 de febrero

Los vecinos de la Embajada de España, avenida George V, se quejan de los trozos de papeles quemados que vomitan las chimeneas. Este detalle aparte, los muros de piedra quedan impenetrables. El señor Azaña recibe a algunos amigos personales, como el señor Paul-Boncour.

Sale por la tarde entre las dos y las cuatro, a dar un paseo por el Bois. A veces, sigue hasta Saint-Germain. No parece ejercer actividad política alguna.

Miércoles 15 de febrero

El señor Del Vayo sube en dos zancadas las escaleras de la Embajada de España en París. Acaba de llegar de Madrid, en avión, por encima de las líneas enemigas. En Toulouse, un piloto francés, antiguo voluntario en las escuadrillas gubernamentales, le espera para llevarle a París. Allí, tras tomarse el tiempo justo para abrazar a su mujer y a sus hijos, le conducen a la avenida George V, donde el presidente de la República, el señor Azaña, está viviendo.

La Embajada conserva su calma, la suntuosidad, el silencio de los días felices.
Pascua, el embajador, está aún más encogido. Parece que disminuye con cada avance franquista. Está igual de conmovido que Del Vayo. Azcárate, el embajador en Londres, está presente.

—Señor ministro —empieza Pascua—, antes de que vea usted al presidente, le tengo que poner al tanto de su ánimo. No le ocultaré que está muy enfadado con el presidente Negrín y con usted. Anteayer ha visto a Jules Henry, ayer a Paul-Boncour y les ha expresado muy precisamente su posición. Quiere que se ponga fin a la masacre intentando conseguir de Franco las mejores condiciones posibles. Ha redactado y tiene preparado un llamamiento al pueblo español. Está dispuesto, se lo ha asegurado a Jules Henry, a facilitar el reconocimiento de Franco si Bérard le arranca a éste la promesa de una amplia amnistía.

Del Vayo, sombrío, apretando los dientes, escucha en silencio. Pide ver al presidente. La puerta se abre como la de un toril, y Del Vayo se adentra rápidamente en el inmenso y lujoso salón.

Azaña espera el asalto. Ya no es el anciano encogido que pasaba la doble frontera del exilio y de la política al mismo tiempo que en Francia entraba en la literatura.

Desea enérgicamente la paz, y esta firme voluntad ha modificado su actitud.

Los dos hombres se miran con dureza y tristeza. Azaña, que se parece a su amigo Sarraut, tiene pinta de rana, y Del Vayo de pila de agua bendita. Azaña ataca enseguida con violencia.

—¡Usted se atrevió a cometer una falsificación! Usted me hizo firmar unos decretos invitando a la resistencia. Nunca he dado mi firma. Pero daré mi dimisión y de manera clamorosa. Estoy indignado…

Casi tartamudea, de ira. Del Vayo no se defiende, y contraataca.

—No tiene usted el derecho de dimitir, cuando tantos hombres siguen con la lucha.

—No quiero que se mueran. ¡Morir por una causa perdida, morir inútilmente! Es usted quien no tiene el derecho de arrastrarles en esta aventura.

Sube el tono. El ministro y el presidente tienen la cara lívida.

—Usted hace el juego del fascismo —ruge Del Vayo con los dientes apretados.

—Usted justifica sus ataques.

—Es usted un cobarde.

—Y usted un asesino en las manos de Moscú.

El silencio cae sobre esta escena trágica, donde, en un salón magnífico, dos hombres se pelean por la sangre de sus hermanos. Ambos han bajado la cabeza casi al mismo tiempo, y murmuran en voz baja: “¡Perdón!”.

Después de una tensión tan violenta, una explosión tan brutal, la conversación se reanuda, con una calma precavida, a media voz, como si estuvieran al lado de un herido grave.

Azcárate mantiene el punto de vista de Azaña; Pascua, débilmente, el de Del Vayo. Por fin, el presidente consiente en posponer su decisión:

—No quiero que mi gesto pueda ser interpretado como un abandono. No publicaré aún mi proclamación, suspendo mi dimisión. Yo quisiera —añade con voz grave y amarga—, no tener que actuar antes de que estuvieran ustedes convencidos.

Del Vayo alza los hombros. Por muy abrumado que esté, sigue inflexible. Al salir, lanza a los periodistas:

—Lucharemos hasta el final.

Unos instantes después de su salida, un coche negro pasa la verja de la Embajada. El presidente Azaña se marcha a soñar en la terraza de Saint-Germain.

Manuel Azaña y Juan Negrín, escoltados por Diego Martínez Barrio y Julio Álvarez del Vayo (con gafas), en Barcelona en 1938.

Jueves 16 de febrero

El día siguiente, la conversación sigue:

—Del Vayo, está usted flaqueando —dice Azaña intentando sonreír—. Me acabo de enterar de que ha alquilado un pequeño apartamento para su familia en París.

—Allí esperarán la hora del regreso a España.

—La hora de la paz —rectifica Azaña—. Bérard y Hodgson trabajan por ella, no quiero molestarles.

Del Vayo no abandona; se niega a desesperarse:

—Contamos todavía con amigos, aquí y en Londres. No, nuestra causa no está perdida si usted no la traiciona.

—¿Y qué amigos? ¿Quién podría aprobar su cabezonería y esa masacre que vaticina? ¿Ha oído usted, ayer, a Azcárate? Toda Inglaterra apuesta por Franco. Ya no tendrá usted armas, y ya no más víveres. Rojo afirma que ya no hay nada más que hacer. Martínez Barrios rechaza constituir un gobierno de salud pública. Regrese a decirle esto a Negrín. Para mí, mi decisión es irrevocable.

—¿Es la dimisión?

—En todo caso, sí. Los acontecimientos y su actitud mandarán sobre la rapidez de mi acto.

—Ya verá usted —añade Azaña—, dentro de tres semanas, Alfonso XIII estará de nuevo en el trono… Y dentro de cinco años, tendremos la República.

Del Vayo se marcha, vencido, pero no resignado.

—Mandaré a Giral —piensa Del Vayo—. Es un moderado. Puede conseguir más que yo.

Fuente: elespanol.com

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