Machado-y-Azana

El genio castellano según Azaña y Machado

TENÍAN que coincidir en sus ideas Manuel Azaña y Antonio Machado, los dos nombres más ilustres de la II República Española, su presidente y su poeta, como lo hicieron incluso hasta su muerte en el exilio francés después de la derrota. Veamos ahora cómo entendían ambos el genio político castellano, con el que se hallaban muy identificados. En el caso de Azaña era obligado, puesto que nació en Alcalá, estudió en El Escorial  y pasó la mayor parte de su vida en Madrid, la capital del Estado habitualmente definida como “un poblachón manchego”, sin ánimo de injuriar, sino de concretar su historia.

En el del sevillano Machado sabemos que a sus ocho años la familia se trasladó a Madrid, y que debido a su trabajo como catedrático de Instituto en 1907 se radicó en Soria, y desde entonces la tierra castellana quedó ligada a su poesía, hasta el punto de ser uno de sus libros más populares Campos de Castilla, publicado en 1912.

Otra coincidencia considerable es que los dos fueron alabados como escritores, Azaña en su prosa magnífica y Machado en su verso espléndido. Sin embargo, la entrega a la preeminente actuación política motivó que el nombre del presidente del Gobierno primero y de la República después haya quedado disminuido en la historia de la literatura española contemporánea, lo que es una injusticia.

UN CASTELLANO DESPECTIVO

Es sencillo preparar una antología de escritos sobe el carácter castellano firmados por Azaña, pero es probable que el más significativo se encuentre en el discurso pronunciado el 13 de noviembre de 1932 en el Teatro Calderón de Valladolid. Resultó uno de los actos más multitudinarios de cuantos intervino en locales cerrados, porque los organizados en campo abierto superaron todas las cifras de asistencia contabilizadas hasta entonces en España: su oratoria era convincente y contundente en perfecto castellano.

Aquel domingo 13 de noviembre en el teatro no cabía un alfiler, según la frase popularizada, y se instalaron altavoces en las calles de la Libertad y de las Angustias, próximas al teatro, en el Cinema Capitol y en los Círculos Mercantil y Republicano. El acto, anunciado para las 12 del mediodía, comenzó con media hora de retraso debido a la multitud que ocupaba las calles, con la intención de saludar al ministro de la Guerra y jefe del Gobierno de la República, a la que acababa de salvar de un golpe de Estado militar.
El texto fue reproducido en periódicos, y se encuentra incluido en el cuarto volumen de las Obras completas editadas en Madrid en 2007 por cuenta del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, a partir de la página 52, pero con el error de fechar el acto en el día 14. El fragmento que nos importa recordar ahora dice esto en la página 63:

Atravesaba yo una villa castellana. Era un día de fiesta o de feria; la plaza estaba llena de gente. Es claro; pasa el presidente del Consejo de Ministros, y ¡qué se le va a hacer! La gente se agolpa al coche, grita, saluda, nos cuesta trabajo abrirnos camino ¡Ah! Pero todo esto que, agradecido, a veces es penoso, nos hace salir de la plaza, y en la esquina había un hombre de gran estatura, atezado, seco, que debiera de ser, supongo yo, curtidor, con un enorme mandil de cuero que le caía desde los hombros hasta los talones. Apenas reclinado en un poyo de piedra, me vio pasar. Yo iba a pie. Me reconoció, me dirigió una mirada de desprecio sublime y no se movió. Desde entonces tengo por este hombre una admiración tal, que digo: éste es el hombre castellano que yo quiero. Pasa el presidente del Consejo de Ministros y él está con su mandil de cuero, quizá con su hambre, y con su olímpico gesto castellano dice: “Somos dos iguales.”

No era un acto de soberbia, sino de reconocimiento del valor particular de cada persona como tal. El jefe del Gobierno es igual que un menestral seguramente inculto, que apenas sabrá leer y escribir, pero poseedor de una conciencia de su importancia como ser humano, en la que nadie le aventaja. Es una cualidad innata en el castellano, que no suele darse en otras provincias españolas, ni de otros países Cada uno en su oficio, si lo realiza bien, es un maestro que merece el reconocimiento debido por los demás trabajadores en el suyo respectivo. Cada castellano es un señor y puede decir que su casa es su castillo, aunque le falte el tejado.

Es seguro que un curtidor no sabe presidir un Consejo de Ministros, y desde ese puesto adoptar medidas económicas encaminadas a incrementar el producto interior. Nadie se lo puede reprochar ni exigir, lo mismo que nadie tendrá la ocurrencia de encargar a un ministro que realice un trabajo mecánico para el que no está preparado. Las cualidades naturales o adquiridas tienen que aplicarse a un oficio determinado, en el que sí cabe reclamar exactitud en su desempeño.

De modo que el curtidor acertó al considerar al presidente del Gobierno una persona igual a él. Hacía un año que estaba proclamada la República, en la que fueron abolidos los privilegios de casta, los títulos de nobleza y los tratamientos señoriales. Todos los españoles, como anunció el mismo Azaña en otra oportunidad, habían dejado el 14 de abril de 1931 de ser súbditos del rey, para convertirse en ciudadanos de la República, todos con la misma consideración y los mismos derechos y obligaciones.
Según anunciaba el primer artículo de la Constitución, “España es una República democrática de trabajadores de toda clase que se organiza en régimen de Libertad y Justicia”. Debido a ello, el ministro de Agricultura, por citar un ejemplo, merecía la misma consideración que un bracero. En Castilla estaba muy arraigado ese genio, más que en otras regiones, y obraba en consecuencia. Como era obligado, a Manuel Azaña le complacía esa actitud, y entendía que el menestral lo mirase pasar despectivamente.

UN ORGULLO MODESTO

Igual comentario encontramos en un escrito en prosa de Antonio Machado. Conocía bien el genio político castellano, relatado en sus versos con palabras precisas. Para todos los comentaristas literarios Machado es un escritor castellano, por su intención crítica. Se le incluye generalmente en la generación del 98, integrada por escritores que hicieron de Castilla su tema favorito. No obstante, aquellos recuerdos de su infancia, aludidos en un poema conocidísimo, le animaron a componer cantares de cuatro o cinco versos, por lo general de arte menor, a semejanza de las coplas andaluzas. Eso es cierto en cuanto a la forma, ya que el contenido es muy opuesto a los temas habituales en la panoplia flamenca. A esos poemillas los calificaba de proverbios y cantares, con lo que deseaba indicar una doble interpretación, por cuanto los proverbios presentan asuntos reflexivos, en tanto los cantares prefieren una temática más popular.

El profesor Machado componía con sus poemas, largos o breves, lecciones acerca de la convivencia. Aficionado a la filosofía, a menudo en ellos presentaba motivos para la meditación, de una manera sencilla, y hasta creó unos heterónimos a los que supuestamente convirtió en sofistas dedicados a enseñar mediante diálogos en torno a las cuestiones capitales para los seres humanos. De esa manera alternó la prosa y el verso con la misma intencionalidad: implicar a los lectores en sus problemas esenciales, para buscar juntos la respuesta a cuestiones trascendentales.       
Era inevitable que la sublevación de los militares monárquicos incidiera en su escritura total. Y en una de sus meditaciones trazó el retrato íntimo de los castellanos, como personas convencidas de su valor semejante al de cualquier otro ser humano. Es el aspecto en el que coincide con Manuel Azaña que ahora nos importa destacar.

Se encuentra en un texto titulado “Los milicianos en 1936”, colocado al frente de su libro La guerra, editado por Espasa—Calpe en 1937 en sus talleres madrileños, mientras la aviación alemana bombardeaba a la ciudad llamada ya “capital de la gloria” por su heroica resistencia al nazifascismo internacional, llegado para auxiliar a los militares monárquicos sublevados contra la República. Lo ilustró su hermano José, quien lo acompañó hasta el día de su muerte en el exilo francés como español libre.
Hizo una denuncia del señoritismo de las clases pudientes durante la monarquía, cuando las diferencias de clase se advertían hasta en la manera de vestir, con sombrero o con gorra. Opinaba Machado que la guerra había hecho desaparecer el señoritismo de la España leal, en las páginas 13 y 15:  

El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente— la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma; en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. “Nadie es más que nadie”, reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Sí; “nadie es más que nadie”, porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. “Nadie es más que nadie”, porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito

Así escribía Machado sobre su tierra de adopción, seguramente pensando en que el señorito más repulsivo de todos era el aclimatado en su tierra andaluza. El señorito que prefería dejar sin recoger las cosechas con tal de no pagar a obreros afiliados a sindicatos del campo, el que les decía a los braceros desempleados y hambrientos: “¡Comed República!” En esa tierra había triunfado la sublevación de los militares monárquicos y se cometían a diario los más espantosos crímenes, del que era un ejemplo notorio el asesinato de Federico García Lorca por haberse declarado poeta del pueblo.
Era forzoso que Azaña y Machado coincidieran en su alabanza del genio político castellano, de los señores castellanos, tanto del labrador como del mecánico, señores en la ejecución de su trabajo con profesionalidad.

Artículo original: ARTURO DEL VILLAR – PRESIDENTE DEL COLECTIVO REPUBLICANO TERCER MILENIO en http://www.extremaduraprogresista.com/

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