Manuel Azaña

La tumba de Azaña

La historia no es más que la memoria interesada y nunca tiene foto finish, es más un cuento que el árbitro teje con los colores que más le interesan, a él o al equipo que gana en las apuestas. Siempre ha sido así, incluso cuando nos dejamos engañar por el ruido de los hinchas. La pregunta que hay que hacerse no es si la historia no es un artefacto ideológico, que lo es, sino de qué manera podemos hacer para que la revisión del pasado no se convierte en la recreación del presente. Porque si seguimos ese camino, convertiremos la historia en una simple story de Instagram, un relato en el que manipulamos el pasado para explicarnos sin la interferencia de todo aquello que nos devuelva una imagen inconveniente.

Lo hacemos todos, los que creen que la historia es la historia social y los que piensan que es el relato político, económico, o cultural. Al final, el gusto por tirar estatuas no es más que el intento de que el pedestal lo okupe el rostro que más nos interesa de nuestra propia faz. Da igual que en el crisol pongamos el cuento inglés de la Inquisición, la conquista de América o la Guerra Civil. Todo es mentira porque todos creemos que sólo el pasado nos explica, cuando la historia ocurre ahora, como nosotros, y el pasado, a veces, sólo sirve para que la historia no pueda concluir.

Hay mucha verdad en la decisión de los sobrinos de Manuel Azaña de que repose en la tierra en la que murió. No hay como acudir a las palabras del presidente, el último gran estadista que tuvo España, para saber que no le habría gustado regresar: «La historia es una acción estúpida. Ajena, cuando no contraria a la inteligencia humana. A los hombres como nosotros se les acaba el mundo. Sobramos en todas partes».

No le gustaría a don Manuel regresar a un país que reproduce todas las fallas que le llevaron al desenlace de 1939. Él nunca quiso engañar a la historia; no lo necesitó porque sabía quién quería ser. La lápida a la que muchos hemos peregrinado se decora con una simple cruz, un nombre, y una fecha, y la plegaria que, defraudado por todos, rezó en una Barcelona arrasada: paz, piedad, perdón.

Artículo original Cristina Fanjul https://www.diariodeleon.es/

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