He disfrutado esta semana de un libro extraordinario, que debería ser leído no solo por quienes aspiran a ser periodistas, como recomienda Elvira Lindo, sino también por todos los españoles que deseen conocer lo que fue la República y la turbulenta década de los 30. Me estoy refiriendo a ‘Azaña. Los que le llamábamos don Manuel’, escrito por la periodista Josefina Carabias en 1980, pocos meses antes de su muerte.
Recuerdo muy bien a Josefina a mediados de los años 60. Leía sus crónicas en ‘La Gaceta del Norte’, el periódico que compraba mi padre. Y, más tarde, me parece que trabajó para ‘Ya’. De lo que no tengo dudas es de haberla visto en esa época en la televisión:
era una señora mayor, siempre sonriente, que parecía una abuela. Fue una excelente periodista. Un ejemplo de coraje y de solvencia intelectual, como afirma Elvira Lindo en su magnífico prólogo a este libro.
Carabias conoció a Azaña en el Ateneo a comienzos de los años 30 cuando era el líder de un pequeño partido y tuvo una relación de cercanía con el futuro jefe de Gobierno y presidente de la República, que sentía un gran aprecio hacia esta mujer que nunca traicionó sus confidencias y que mantuvo hacia él su lealtad cuando fue denostado por el franquismo.
El valor de este libro es que se trata de uno de los pocos que aúna un retrato de la figura política de Azaña, con sus aciertos y sus errores, y el acercamiento a una persona que preservaba con celo su intimidad. No facilitaba precisamente su labor a los periodistas ni hacía la menor concesión para caer bien. Era un político al que lo que más le importaba era ser coherente con sus principios.
Azaña era entrañable con sus familiares y amigos, pero era distante en el trato social y tenía un elevado sentido de la responsabilidad. Era también leal, austero e incapaz de mentir, lo que le generaba serios problemas.
Lo que cuenta Carabias es que Azaña no vio venir la República y que el 13 de abril creía que no iba a pasar nada pese a que, en pocas horas, iba a convertirse en ministro de la Guerra. Fue un hombre de Estado, que detestaba el nacionalismo y era extraordinariamente respetuoso de la legalidad por su formación de jurista.
Azaña fue consciente de muchos de los errores graves del nuevo régimen, pero logró evitar algunos como la prohibición de las ordenes religiosas de la que era partidario el PSOE. También frenó las ansias independentistas de Macià y Companys e hizo todo lo posible para evitar la Guerra Civil. Sus palabras de «paz, piedad y perdón» no eran propaganda.
Su muerte en el exilio fue ejemplar y, por ello, ahora que se ha reabierto el debate sobre la República, merece la pena subrayar su grandeza política y humana en una sociedad donde el sectarismo y el cainismo imposibilitan reconocer el mérito de los que no piensan como nosotros.
Artículo original Pedro García Cuartango https://www.abc.es/